Llegó la primavera a París. Los cerezos florecen y florecen, por toda la ciudad florecen, y se cansan de florecer, hasta que un día explotan y lluevan esquirlas rosadas y las calles parecen confiterías.

La gente comienza a sonreír sin saber por qué.

La renovación de las cosas viene y eso nos hace sentir que hay vida en el universo. Una pareja duerme desnuda frente a una ventana abierta. Otra ha arrastrado el colchón al balcón. Los gatos, inflados como puercoespines en el bochorno, se descuelgan de las cornisas y las marquesinas; se tumban al sol y espantan moscas con sus largas colas articuladas. En la radio dicen que hay una temprana ola de calor y, entonces, los restos de cerezos se secan y comienzan a crujir bajo los pies de la gente.

Todas las ciudades son bellas, de alguna manera u otra, durante la primavera, pero algunas lo son más aún.

En los cafés parisinos y las brasseries las sillas apuntan hacia afuera; las terrazas se llenan de hombres con los calcetines que asoman y que dan riendas sueltas a sus mangas, y mujeres que han llenado sus vestidos durante seis meses y que ahora parecen esos cerezos que florecen por todo lado. La gente se oye a sí misma reír y se ruboriza. Las miradas se bajan y luego se cruzan. El río corre por el centro de la ciudad, corre debajo de las casas y las personas. Los puentes lo sostienen un momento y, luego, lo dejan ir a través de ellos, y vibran. El río corre bajo la gran dama que se monta en la ciudad, desvestida hasta sus enaguas de alambre, vibra ella también.

Todo en la gran ciudad vibra y nada vibra más que los trenes que la atraviesan. Debajo, vibra el corazón de la metrópoli, atravesado por cientos de contenedores metálicos que desmontan su copiosa carga humana cada dos minutos y exhalan sus vapores por las bocas de las estaciones y las miles de rejillas que se posicionan silenciosamente bajo las faldas ligeras que nos traen los cerezos. En un vagón sube un hombre con una bolsa llena de libros viejos. Procede, amorosamente, a desmontarles los lomos, desembarazarlos de viejas costras de pegamento, acariciarles las caras y susurrarles promesas de vida nueva. La gente se cuelga de las barandas y una joven pareja se dirige a una fiesta temática: Paris en los 20. Los trenes toman con fuerza una curva, se los puede oír dar alaridos en la oscuridad y uno imagina que se revientan las rodillas contra los carriles. Veinte metros sobre nuestras cabezas, una muchacha se ruboriza.

Por ahora, el calor es amigable, y nos encuentra a todos disfrutando de los tintes que se derraman en la ciudad que habíamos creído apagarse para siempre. Un viejo encargado de hotel se encarga de media botella de whisky en una pequeña salita de estar. Una pareja ha tomado dos habitaciones separadas en su hotel. Él ha bajado a sentarse junto al encargado: “Ella—no se siente muy bien”, se excusa, olvidando que el viejo les ha asignado los cuartos separados sin preguntarles nada. El encargado le extiende un vaso al huésped que también se ha ruborizado y, luego, se lo llena hasta la mitad. Se cruzan las miradas y el joven marido, por un instante, ama al viejo conserje como a nadie más en el mundo.

En cada cuadrado de tierra abren las bocas tulipanes de abril y otras verduras misceláneas, cubiertas de una nieve rosada de cerezo explosivo.

París es una ciudad artificial. No todas las ciudades son artificiales. La mayoría de ciudades crece con un crecimiento animal, con una evolución muy humana. Los que dentro de estas ciudades viven cambian y esto es muy natural, y cambian también sus ciudades alrededor. La mayoría de ciudades evoluciona de manera natural, París, sin embargo, es una ciudad proyecto, una maqueta borgiana: una máquina haussmanniana.

La belleza de una ciudad es el amor colectivo invertido por las gentes que en ella han habitado y que han sabido amar. En una ciudad tan hermosa como París tanto amor ha ido a parar en sus calles y sus edificios, sus bulevares y sus parques, sus cafés, sus brasseries, sus puentes y sus monumentos, sus barcas durmiendo en los bordes del Sena, sus iglesias y sus librerías.

Los cerezos descansan de su paroxismo repentino. Se amoratan y pierden esa belleza conquistada hace apenas una semana o dos. Uno comienza a creer que puede empinarse a descolgar una cereza de aquellas ramas yermas. Pero, no. En París, cuando los cerezos han desatado su silenciosa rabieta, reina como un orgullo amoroso; uno se aleja unos pasos de la ciudad vibratoria y siente un breve sabor dulce en los labios.

París, abril de 2015

(Originalmente publicado en Buendiario)

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