Recuerdo a mi abuela en 1997. La veo pegada a su televisor en un diminuto apartamento miraflorino. Los ojos inflados y la palma posada ligeramente sobre los labios con algo llamado impotencia. Ese algo que no había pensado posible, no, no de mi abuela, la sargento británico de la Segunda Guerra Mundial, mi abuela de las alarmas antiaéreas, de los Underground de Londres bombardeada, mi abuela de Frank Sinatra y Ella Fitzgerald y un gin-tonic los sábados a precisamente un minuto pasadas las doce del mediodía. En 1997 seguía en la TV la más larga procesión funeraria que entró por todos los recovecos del mundo y en los corazones de muchos causó vuelcos. Diana, princesa de Gales, murió a no más de cinco kilómetros de donde escribo estas líneas esta noche. El corazón galés de mi abuela, corazón británico extrañado de su tierra hacía ya más de tres décadas, adolecía el inmenso dolor orgulloso de dichas circunstancias, agravado por lo que se decía entonces de esta mujer que evidentemente significaba gran cosa para ella. Alrededor de la figura de Diana se tejieron muchos mitos, como es natural, y como fueron tejidos hace cinco siglos en torno a otra figura célebre de la monarquía británica que en estos días, con 530 años de muerta, recibe por primera vez los honores póstumos regios.
Con gran entusiasmo me he mantenido al tanto esta semana de las exequias reales de Ricardo III de Inglaterra. Imagino la gran emoción con que mi abuela hubiera seguido también este acontecimiento desde el otro lado de su televisor. Un motivo de celebración, desde luego; la revelación de la verdad es siempre ocasión de festividad. Un rey de mito gira y toma un cariz real, un villano teatral es guardado y desciende un hombre complejo. Este segundo entierro de Ricardo III tiene todo que ver con una reivindicación histórica.
“¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”, brama el infeliz Ricardo de Shakespeare en la batalla de Bosworth con la ira actoral de Laurence Olivier; jorobado, contrahecho, los bellos ojos expresivos de Olivier apenas lo desagravian: siempre un canalla quijotesco sutilmente al margen de lo irrisorio. Desde la primera lectura, me llamaron mucho la atención estas palabras que se han dado a la exageración y, luego, la burla. Representan cabalmente la arrogancia, el exceso y el ridículo de un personaje grotesco y huachafo. Sin duda algo más de efecto teatral (¡y qué efecto teatral!) y menos de históricas—sin embargo, ahora, a raíz de los apasionantes descubrimientos que culminan hoy en las celebraciones del honor de un rey, las veo recuperadas, estas palabras, fundamentadas sobre el detalle que nos ofrece una nueva base científica de consideración. El Ricardo terriblemente contrahecho, por mucho tiempo una clara hipérbole dramática, vuelto esa clase de hombre moderno que hoy aprendemos a admirar: aquel que crece más grande que sus limitaciones. El personaje ruin y caricaturesco convertido en un hombre valiente; el antihéroe shakesperiano, en víctima de una elegante campaña medieval de desprestigio.
A finales del 2012 fueron desenterrados de un estacionamiento en Leicester los restos óseos de quien se creía había sido Ricardo III. El monarca de siniestra fama recibió sepultura apresurada, innoble y sin pompa hace cinco siglos y, desde luego, no debajo de un estacionamiento, sino dentro de una iglesia. Esto último, la tradición histórica de la muerte de Ricardo y, desde luego, su presencia acondicionada a la historiografía Tudor eran los datos con que se contaban entonces. Inmediatamente, a los arqueólogos les llamó la atención la pronunciada desviación de la columna vertebral del esqueleto hallado. La presencia de las marcas en los huesos correspondientes a las heridas sufridas por Ricardo en el momento de su muerte fue poco menos que conclusivo. Se obtuvo muestras del ADN mitocondrial de los descendientes de la casa de Plantagenet, de la cual Ricardo fue el último en reinar, y así se confirmó que, en efecto, el cuerpo hallado era el del monarca extraviado cuya muerte puso fin a la guerra de las Rosas y el Medioevo inglés.
La imagen difundida de Ricardo evidencia la larga trayectoria de las campañas de desinformación. El rol siniestro fue una segunda corona que se construyó muy astutamente sobre la cabeza del rey doblemente vencido. Solemos pensar en el Medioevo como una sima de la cultura humana, un barranco vergonzoso del intelecto. Por eso vale la pena notar la astucia y el delicado artificio con que se construyó entonces la planeada perpetua reiteración del carácter de un hombre que era necesario convertir en un vil monstruo, un
[¡P]uerco hurgador, abortivo y deformado por el mal!
¡Tú que al nacer fuiste marcado
esclavo de la naturaleza e hijo del averno!
¡Tú, infamia del vientre de tu madre embarazada!
¡Tú, engendro aborrecido de la ingle de tu padre!
¡Tú, andrajo del honor! ¡Detestado——!
Shakespeare, Richard III, Acto 1, Escena 3 (traducción mía)
Por supuesto, poco se le puede imputar a Shakespeare: él nos ha pagado con crédito a favor prácticamente cualquier cosa. Además, no es él quien esté librado de fantásticos vuelos de imaginación y ridículas teorías de conspiración en su contra. No obstante, se necesitaron cinco siglos para ver a través de esta ardid majestuosa diseñada por los enemigos de Ricardo III.
La ciencia moderna revela un joven rey en su treintena, con no más que una severa escoliosis, sin duda dolorosa y fatigante, pero nada que le impidiera ser un excelente guerrero. A caballo y dentro de su armadura, Ricardo III era probablemente tan hábil como cualquier potencial adversario. Era fuera del caballo que su importante desviación de la columna vertebral le significaba un eventual impedimento. He aquí que toma fuerza renovada la exclamación que le atribuye Shakespeare, pues sin duda Ricardo sabía que en el combate a pie era una cuestión de tiempo antes de que su caja torácica comprimida dificultara la respiración y agotara sus extremidades bajo el peso de las armas y armadura medievales. Y, sin embargo, sabiendo que su única oportunidad de supervivencia en el combate prolongado de una batalla medieval era a caballo, Ricardo III—según las mismas tradiciones que luego lo desprestigian—desmontó cuando su animal quedó enfangado y se lanzó en el meollo. Más allá de dar crédito a Ricardo III como hombre valiente y bien capaz de ser el guerrero eximio que la tradición contradictoriamente asegura, la ciencia comprobó su muerte en el campo de batalla, inscribiéndolo así oficialmente como último rey inglés en morir encabezando a su ejército.
A estas alturas es poco probable aprender qué pensaba mi abuela respecto de Ricardo III y qué hubiera pensado de él a raíz de estos últimos acontecimientos. Me gusta creer que estaría de acuerdo conmigo: a la vez entusiasmada y conmovida por el hombre detrás de tanta historia, el perdedor esperado, el menos popular. Después de todo, hay que tenerle un cariño especial al underdog. Yo lo tengo—porque tampoco puedo librarme de serlo a menudo. Finalmente, Ricardo III fue eso, y también un rey sucedáneo y, sí, un oportunista y un hombre débil: es decir, un rey tipo de su época. Ni un santo ni un engendro del mal. Un hombre ordinario colocado por las grandes ideas (y las ideas de grandeza) del hombre en una situación extraordinaria.
París, marzo de 2015
(Originalmente publicado en Buendiario)
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