La lluvia en París no se puede estar quieta.

Hiperactiva, cambia de rumbo como cambia uno de juguete visual cada dos pasos o tres que uno avanza dentro de la ciudad, como cambia la Comisión de Denominación los nombres de los bulevares a mitad de bulevar.

Cuando uno carga el paraguas y en París amenaza lluvia el paraguas se llama paralluvia y no hay palabra más hermosa: uno se sabe poseedor de un escudo de esponja frente a la inminencia de un toro implacable. Lo peor que uno puede hacer en una ciudad con lluvia insistente es usar calzado ligero y cómodo o delicado y elegante. El agua no cree en estas cosas. No tarda en penetrarle a uno hasta los tuétanos, anegando los pies dentro de una amalgama que los mantendrá en suspensión de jamonilla enlatada durante las próximas cuatro horas.

En vez, cuando uno tiene el buen tino de quedarse en casa, la buena suerte de haber intuido que sería necesario, no hay cese al goce que uno puede arrancarle a un día extremadamente lluvioso.

Desde el otro lado de unas ventanas rayadas por tormenta no hay mejor excusa para abandonar cualquier intención de trabajar, cualquier intención de encargarse de algo que sea más grave que un buen plato de quesos, pan caliente y bizcochos, un té inglés y, más tarde, un vin brûlé en la poltrona, bebida que, cosa interesante, aparece primera en el libro de cocina de Marcus Gavius Apicius, De re coquinaria, del siglo I: Conditum paradoxum en la poltrona y Eliot sobando sus espaldas amarillas en los cristales…

En París la lluvia lo conduce a uno como el río. Esto sucede en las ciudades atravesadas por ríos y asediadas por la lluvia. La lluvia lo conduce a uno de un lugar a otro tan fácilmente como una idea detrás de otra. Es por eso que la lluvia es el emulsionante de las grandes ciudades. Sus historias cuajan de una lluvia a otra y se hilvanan dentro de la estructura del relicario urbano.

Para los que la escriben, desde luego, para los que toman esa labor como suya, no hay mejor momento que la tormenta.

La lluvia hilvana las ideas. Primero, el ladrón de bicicletas. Sentado en el alféizar de mi ventana lo veo acercarse a la bicicleta estacionada bajo la lluvia como un cangrejo, mirando para todo lado, haciendo chasquear las pinzas, pero no es a la bicicleta que le chasquea las pinzas y ya ha cruzado del otro lado de la calle, donde espera el autobús que va al centro. De vuelta en Lima y pasados muchos años de abstinencia redescubrí por unos meses la televisión en el más extraño de los lugares: el canal del estado peruano que, pasada la medianoche, cuando nadie lo ve, o muy poca gente, murciélagos en campanarios, trasmite películas antiguas. No clásicos, no, no necesariamente clásicos. Basta que estén en blanco y negro. Pero, de vez en cuando, una verdadera joya. No sé dónde uno encontrará hoy en día las antenas que llamábamos “orejas de conejo” pero para ver televisión pública hay que hacer malabares con lo que uno tenga a mano. La noche a la que me remito el clima estaba bastante malo y yo tenía un destornillador del que colgaba un trozo de papel aluminio clavado detrás del televisor. En esas condiciones vimos Ladri di biciclette, el clásico de Vittorio de Sica. Cuántos salivazos peludos no me habrán ajustado el garguero viendo al padre recorrer desesperadamente el norte de Roma de la mano del hijo buscando al desgraciado que le robó la bicicleta. Y sufrirlo cayendo torpemente en el cul-de-sac del trabajador honesto desocupado e impotente. Verlo arrimándose a una bicicleta desatendida; las ganas de decirle que se vaya con el hijo, que se vaya a comer mozzarella in carrozza con él, que deje la bicicleta en paz. Es esa la escena que siempre se ha quedado conmigo. La más hermosa y la más trágica. Luego de tantos intentos por recuperar la bicicleta, ese momento de abandono y qué más da. Antonio lleva a Bruno a un buen restaurante porque de nada sirve andar preocupándose pero sabemos que cuando los platos estén vacíos, las manos también y, entonces, habrá un lento retorno a casa.

Es imposible no pensar en otros hitos del cine cuando se revisitan algunos. Los orígenes, por ejemplo, y la primera película comercial: La sortie de l’usine Lumière à Lyon. La lluvia ata las cosas y, así, recuerdo que George Orwell se hizo pasar por obrero para investigar la realidad de la clase trabajadora en Inglaterra antes de la guerra. Un excelente libro salió de ello: The Road to Wigan Pier.

Algunos de estos ensayos están reunidos en el tomo que tengo en las manos. Pero ahora leo uno llamado “A Nice Cup of Tea”, Una agradable taza de té. Es así que un día de lluvia en París me encuentra sentado en el alféizar de mi ventana mirando el agua deformar los cristales y recibiendo de Orwell una explicación exhaustiva sobre qué es y no una verdadera taza de té.

La lluvia cobra un precio. La ciudad queda abierta y extenuada. Las historias por segunda vez recibidas nunca son las mismas. Siempre hay una pequeña catástrofe en ello. El sentimiento felpudo de un filme ya no lo es tanto y encontramos que las citas que citábamos no son acertadas o que debemos discrepar sobre las preferencias de un gran escritor en materia de té. Desde mi ventana la procesión va extinguiéndose. La noche cae y a veces uno está baldío, baldado, balayé. Afuera, los paralluvias son efímeros: van intercalados por porciones de bulevar y pronto son menos que los charcos que van quedando tiesos como un cristal. Cuando cunde la luz amarilla, los habitantes han sido barridos.

París, marzo de 2015

(Originalmente publicado en Buendiario)

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