Puede que uno esté agotado del largo viaje en auto por las indescifrables autopistas italianas pero siempre habrá ganas bastantes para visitar una pequeña ciudad medieval contenida en un castillo feudal, como lo es San Gimignano.
Las autopistas europeas seguramente llegarán a la Luna y de vuelta. Son las agujetas que atan las zapatillas de la modernidad del hombre. Aquel día nos habían conducido de los valles de la Toscana, con sus viñedos mediterráneos tejidos de un verde inagotable, hasta las altas nieves de los Alpes que reflejan el sol del mediodía. Una sensación de aventura nos recorrió cuando el auto se disparó por la otra boca de un túnel y de pronto estábamos en un puente suspendido, cerniéndose sobre nosotros montañas oscuras de barbas de pino y sombreros blancos. El cambio drástico de geografía daba una sensación de grandes distancias recorridas. Se estaba convencido de que era extraordinario decir que habíamos llegado a los Alpes en solo unas horas.
En unas horas más, cuando el sol caía y la nieve reflejaba menos, volvíamos ya sobre nuestro camino. De regreso en la Toscana, si uno evita perderse al desprenderse de la gran autopista que atraviesa quién sabe cuánto del país, luego de unas sinuosidades estrechas que cogen al piloto desprevenido y largas rectas flanqueadas por árboles que oscurecen lo restante del día, se llega a un valle dominado por un promontorio sobre el cual catorce torres, catorce paralelepípedos dorados de diversos tamaños se levantan majestuosamente contra el azul del cielo.
A primera vista, estas estructuras que se proyectan rápidamente hacia arriba dan la impresión de ser obra del mismo ingenio maravilloso que nos trajo los modernos edificios de oficinas genéricos. Disfrazadas de arcilla calífera, duplican la última luz del día y llenan las pequeñas calles sangimignaneses de un dorado singular. Entramos por una gran puerta de las cinco que se abren paso en la muralla del castillo. Las calles no pierden tiempo en descansos y de inmediato ascienden. Pronto uno se percata que no hay un solo auto en la ciudad-castillo. Una sola construcción que no tenga un señorío medieval. De no ser por los turistas con camisas de colores aparatosos y mochilas como bazares itinerantes y gorras de visera que dañan, sobre todo, el buen gusto, uno imaginaría en el centro de S. G. un campo gravitatorio tal capaz de devorar el tiempo y reducir su paso a un goteo.
Subimos con mucha expectativa, escoltados por un gran gato persa que acariciaba los adoquines y administraba la calle como su patio privado. ¡Qué gran gato! Piernas como troncos de malvaviscos y una cola como un deshollinador. Sus ojos eran amarillos y feroces y brutales. Se pavoneaba en su dominio y miraba todo con la orgullosa aprobación de un pato por sus millones en oro.
Al cabo de la segunda piazza, un músico alemán con el nombre de una ciudad estadounidense conocida como «la pequeña ciudad más grande del mundo» llenaba el espacio cercado por casas de tres pisos con los sonidos de una humedad absorbida que extraía de un instrumento dos veces más largo y delgado que él, y que balanceaba incómodamente muy por encima de su cabeza. El eco de su música comenzaba a estirarse dentro de las sombras que viajaban horizontalmente en la plaza y que preparaban su ascenso por los muros de las casas, donde entrarían por las ventanas y se alojarían ahí dentro. De una de estas sombras salió un muchacho tímido, azuzado por un grupo de muchachas más altas que él. Se arrimó hasta el recipiente de monedas que el músico había colocado a varios metros de su danza con el instrumento. Lanzaba miradas repetidas hacia el grupo de muchachas que lo esperaba en otra calle, alejándose detrás de una esquina, y hacia los que bebían los últimos rayos de sol en las terrazas de las tabernas aledañas, y se arrimaba aún más hasta el depósito del dinero. Las muchachas acabaron por desaparecer por completo y él, evidentemente embelesado por la música, permaneció inmóvil, hasta que un “Vieni, Marcelo!” vino a buscarlo desde la piazza siguiente y desapareció él también, a la carrera, pero no sin antes lanzar una moneda pesada dentro con el resto.
Pocos saben, o tal vez solo aquellos que allí han estado: en S. G. existen al menos dos heladerías que venden «il migliore gelato del mondo»; y están una frente a la otra. Además, hay al menos tres pizzerías que se adjudican el primer puesto mundial en lo suyo y la ciudad, recientemente declarada Patrimonio de la Humanidad, dice acoger a millones de visitantes al año. Más arriba, S. G. se abre en un monte—en realidad, no más que la cima del promontorio que compone la ciudad-castillo, toda. Desde ahí la mirada domina el valle: los viñedos que originan el delicioso vino Vernaccia, las colinas circundantes que suavizan la caída del sol mediterráneo. Ahí uno siente que protegería con vehemencia el migliore gelato del mondo y cualquier otro antojo local si uno fuera amo de ese pequeño paraíso. Y uno gira y ve las torres que se elevan por encima de cualquier otra cosa y comprende algo que antes no comprendía.
En la poca luz la pequeña ciudad se hunde más abajo que sus calles ascendientes. Toda se arruma, palazzo contra palazzo, y desciende por las laderas como hecha de formidables cangrejos de ladrillo dorado. Solo las torres emergen en el doble oro del atardecer sobre la Toscana y se mecen con el discurrir del ocaso y pronto no hay nada más que unas cuantas torres negras contra un cielo berenjena estrellado.
Bajamos con los edificios y nos ubicamos en una taberna en una de las plazas. La Piazza della Cisterna es un cuadrilátero cerrado cuyo centro es un pozo octagonal que asemeja un patíbulo, y en un momento se tiene la impresión de estar dentro de una caja de cartón. Mientras la última luz desaparecía por encima y, abajo, las luces del par de tabernas intentaban, con muy poco éxito, conquistar el espacio negro creciente en la caja, T. se acercó al pozo con una moneda y un deseo. Éramos nosotros y algunas otras gentes, dos o tres mesas de ellas, tal vez; el resto había desaparecido por las esquinas, dejando la ciudad desierta y púrpura. A esta hora, aún hay ciudades que parecen simulacros de ellas mismas, maquetas que proyectan otras ciudades parecidas a ellas de día y vivas, además. Son pocas pero los hay.
El mesero trajo una fuente con pan, fiambres y quesos, y dos Aperol Spritz. Le pregunté si mucha gente aún vivía aquí dentro de las murallas de la ciudad-castillo, y señalé hacia las ventanas que daban a la piazza, algunas pocas mirando desde arriba con una evidente vida interna pero, la mayoría, dormida con un silencio que no parecía transitorio. “Sì, ma piano piano se ne vanno tutti”, me dijo, poco a poco se van todos de aquí; los jóvenes ya no querían vivir en el lugar y partían para diferentes partes de Italia a buscar trabajo y una existencia excitante. Una bicicleta contra un umbral, un collar de ropas secando al aire de la tarde——No mucho le arrogaba una vitalidad guardada al lugar. Mientras bebía mi Spritz y ensartaba olivas jóvenes y dulces con un stuzzicadenti, dos mesas más se vaciaron y sus ocupantes arrastraron en fila los pies para desaparecer detrás de alguna de las cuatro esquinas.
La vida de esta pequeña ciudad medieval comenzó aun antes, durante el período Etrusco. Había visto el apogeo durante las peregrinaciones a Roma. Había sucumbido bajo la peste. Había sometido su libertad al dominio florentino. Había entrado en nuestros tiempos modernos con una suerte de premonición. Sus torres esbeltas reflejaban la tendencia rampante del hombre del siglo XX pero eran, a la vez, un recordatorio de un tiempo abandonado. La ciudad-castillo es algo que quedó atrapado en su propia masa descomunal y, como los pueblos industriales desertados, es un objeto de observación, un artefacto de museo, algo que hipnotiza al romántico entre nosotros pero que ahuyenta al hombre moderno, para quien no representa sino lo innecesario, lo impráctico, lo no sofisticado.
París, febrero de 2015
(Originalmente publicado en Buendiario)
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