A estas alturas el año pasado nos preparábamos para dejar nuestro pequeño apartamento alquilado en la ciudad y regresar a casa. Llovía. Con mucho empeño. Como ha llovido hoy y como llovió ayer. Pero aquella lluvia duró muchos días, una semana y algo más. Hace un año, hoy, corríamos dos bajo el gran paraguas negro que compramos de un latino en Nueva York que nos oyó hablar y nos llamó “cumpas”. Está todo bien correr en la lluvia con un gran paraguas, y se está muy contento cuando el tiempo no es gélido y el agua en el asfalto multiplica algo del tenue calor del sol de febrero y, entonces, uno no la siente calar hasta el fondo de los huesos, a pesar de andar con las medias que hacen chruap dentro de los zapatos. Las aceras estaban enfangadas del polvo que se acumula en motas en las ramas de los árboles. Flores amarillas plumosas reuniéndose bajo los zapatos, formando una papilla rubia y peluda que se descompone en la acera escalonada. Cuando llueve y el tiempo no está mal y uno no tiene mejor cosa que hacer, ninguna responsabilidad, ninguna urgencia, la lluvia es lo mejor que le puede pasar. Hoy vino la lluvia con un frío cerrado y, entonces, recuerdo estas cosas que sucedieron hace un año.

Hace un año corríamos riendo en busca de refugio del chubasco que no soltaba. Hace rato que nos habíamos sacado los zapatos y los llevábamos en las manos, donde incomodaban menos y no producían ese desagradable chuipchruap con las medias que a uno le bajan el espíritu hasta los pies. En eso cruzábamos el Jardin des Plantes y llegábamos atrás donde, al lado de la mezquita, el pequeño café importado del Petit Soko tingitano.

Nos mostraron hacia un hermoso patio cubierto por una gruesa lona impermeable que traqueteaba siempre tan levemente bajo la lluvia como un gato lamiéndose las patas. De los travesaños colgaban farolitos de vidrios verdes y anaranjados con bombillas incandescentes y los suelos eran de azulejos de flores blancas y azules que crecían y se encontraban en el centro, donde trepaban los bordes de una pileta cuyas aguas se confundían con el clima. Nos sentamos a una mesa redonda pequeña de estaño e inmediatamente nos colocaron al frente dos vasos de té de menta caliente. Lentamente, la gente comenzó a llenar el café, escapando ella también del aguacero. Y todo el tiempo el tintinear alegre de los vasitos de té y el tship tship animado de un grupo de pardillos que mendigaba cualquier cosa de mesa en mesa.

Eran las 6 p.m. y unas cuantas gotas de lluvia caían en lentas refriegas que nos cubrían apenas; pero que, suficientemente inesperadas, no nos daban tiempo de abrir el paraguas y nos humedecían el pelo y se coagulaban en el frío debajo de nuestras cejas y bajaban por nuestros cuellos y dentro de los cuellos de nuestros sobretodos. Entretanto, el viento frío hizo su magia y de un momento a otro ya respirábamos con un ligero sonido a gárgaras. Nos escondimos bajo una extensa arcada que encerraba un parque muy agradable.

“Aquí es donde viven los ricos”, dijo F. Me preguntaba si todos ellos se conocían. Debían conocerse. No podían distar veinte metros las fachadas unas de otras. Aquellos ricos deben estar obligados a vivir casi dentro de los comedores del vecino. En especial aquellos cuyas habitaciones se encontraban en las esquinas.

El pensar en los ricos durmiendo dentro de las fuentes de guiso de otros ricos me recordó que habíamos estado hambrientos todo el día y de un lado para el otro en la ciudad y F. nos había arrancado por teléfono y traído bajo esta lluvia titubeante con el pretexto de almorzar en un restaurante que él recomendaba apasionadamente.

“Dije cenar—se defendió F.—no almorzar. Y, además, no son aún las ocho y ¿quién cena antes de las ocho?”

Dos horas más tarde decidió que ya era tiempo apropiado de enrumbarse a por su cena y nos comenzó a calentar las orejas con el relato de los mil y un manjares que en este lugar podían disfrutarse. Nos abrimos camino en la llovizna y con dirección a la Île de la Cité y cuando hubimos llegado a destino estábamos debidamente empapados para cogernos un buen catarro. Nos llevaron a nuestra mesa en el segundo piso. El calor del interior empañaba las ventanas y se escurrían lágrimas de condensación hasta el piso. El hermoso calor provenía de un gran horno de pan que dominaba el lugar. F. murmuró algo al oído del mesero y le dio una palmada en el hombro e inmediatamente después una botella de Bardolino Chiaretto regresó con este y fue descorchada y servida en tres copas largas con una afectación espléndida.

“Por la excelente pitanza”, dijo F. levantado su copa.

De pronto se abrió la portezuela del horno y salió una masa redonda pintada de rojo chisporroteante y un hilo de albahaca fresca cayó de la mano del cocinero. El aroma se esparció por encima de las mesas aledañas y llegó a la nuestra y trepó por mi brazo derecho y extendió sus sedosas manos verdes dentro de mí.

Domingo en la mañana y Ella Fitzgerald en la radio y un Gin Tonic en la mano de mi abuela que baila lentamente en su camisón contra la luz de la ventana.

En el calor del verano el césped cortado cobra nueva vida en las mañanas y entra en casa. Pero en el invierno parisino el domingo nos llega con tres días de lluvia que no da tregua.

Momento más espantoso para los ciudadanos de domingo y las camas no hay que cuando uno tiene que armarse de valor y extirparse de la calidez que ha construido durante toda una noche para enfrentar las calles ocupadas por la tempestad. T. dice que el boulanger está en la esquina, no más, y con una buena decena de trancadas amplias está uno de ida y de vuelta con ese botín santo de una mañana de domingo para el que no cree en los templos de piedra y las campanas y el incienso. T. dice esto, pues T. ha decidido que no será ella quien deje el suave reducto del lecho.

Salgo despeinado pero inmediatamente tengo los pelos corriéndome por los costados de la cara y me gotea la punta de la nariz. Me distraigo imaginando en una pequeña pantalla en mi cabeza el color dorado de los croissants humeantes y la mantequilla que se derrite sobre las tostadas y la mermelada de frambuesa que centellea sobre el cuchillo y la leche que hace espuma sobre la hornilla y el café que sale en un hilo cremoso de la máquina y llena la taza y el pequeño apartamento también.

A estas alturas el año pasado arrastrábamos nuestras maletas hasta el métro y nos despedíamos de la ciudad. Llovía también, como hoy, pero no eran diez trancadas de ida y vuelta a casa, sino un océano y, lo que es más, uno nunca sabía con certeza si iba a regresar.

París, enero de 2015

(Originalmente publicado en Buendiario)

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