N. del E. No pudiendo esperar una semana más, este ensayo excepcional de Alessandro Pucci, nuestro cronista parisino, habla de la creación de la libertad de expresión en momentos en que algunos preferirían hablar de su eliminación.

Hace unos días veía por segunda vez un documental llamado The Machine That Made Us, La máquina que nos hizo, en que el genial Stephen Fry propone un viaje a la invención de la imprenta de Gutenberg—y lo que esta supuso para la humanidad: cómo, con una velocidad vertiginosa para la época, la expansión de la imprenta de tipos móviles en Europa nos llevó de cero a veinte millones de libros publicados en tan solo cincuenta años; y cómo esto cambió todo lo que hasta entonces conocíamos. De pronto, las ideas de un individuo eran importantes y, en la medida en que otros individuos querían conocerlas, trascendentales. El monopolio de la información había llegado a su fin.

Unos días después me desperté a una ciudad en desorden. La radio anunciaba con desesperada estupefacción el ataque terrorista a un semanario satírico en el corazón de París.

París fue la sede principal del Siglo de las Luces y este, la cuna del pensamiento moderno. Los pensadores de la Ilustración o Edad de la Razón proponían a esta, la razón, como el valor supremo del hombre. La razón abría el absolutismo a la crítica y a la oposición; lo abría, sobre todo, a la abolición del dogma. Aquella rechazaba el secretismo, el desconocimiento y la ignorancia, la superstición que estas tres propiciaban y la tiranía que se servía de ellas para prolongarse. El análisis era la herramienta del individuo contra la regencia de los primeros principios y el prejuicio. Y el individuo era importante: sus derechos, su fundamental igualdad frente a otros individuos como él. La comprensión de esto llevó a uno de los conceptos substanciales y más representativos de una humanidad moderna, y el más importante para cualquier ser racional que se ufana de civilización: la tolerancia.

Hacía apenas doscientos años que Europa tenía la imprenta de Gutenberg. Antes, los textos difundidos lo eran a través de la labor de los escribas de la Iglesia, quienes se partían en dos durante jornadas largas y bajo condiciones misérrimas para copiar textos, en su mayoría eclesiásticos, con la presteza, claro, aunque también con el empeño, de un percebe. No es difícil imaginar la poca producción que esto supone ni tampoco lo rico que uno debía ser para poder entonces adquirir uno de estos textos. La escasa información disponible lo estaba para aquellos que podían pagarla e incluso en eso no había posibilidad de esperar gran qué, pues los mismos que la producían eran los más interesados en mantenerla lo menos informativa.

Gutenberg comprendió desde un inicio que el enemigo más grande de su invención (y, en efecto, de toda cosa nueva y diferente que cambiase el orden establecido—por Ella establecido, se entiende) era la Iglesia Católica. Evidentemente ni tonto ni perezoso, se propuso demostrarle a la Iglesia que su nueva imprenta le sería de mucho provecho y, entonces, les imprimió bulas papales y Biblias. Las indulgencias otorgadas por la Iglesia eran una fabulosa manera para que esta llenara sus arcas hasta reventar. Pero perdonar a mano a sus clientes un por uno era tarea ardua y lenta para escribas como percebes y las bulas eran largas y solemnes como percebes también y, de esa manera, podían producir muy pocas en comparación con las que producirían con la imprenta. Lo provechoso que sería multiplicar las mismas Biblias con un canon estandarizado y en números considerables es algo que bien podemos imaginar. Desde luego, regida por la urgencia expansiva de toda religión, estandarizarse en el mundo aseguraba mantener a todos unidos bajo su tutela única, evitando fracturas y descarríos. A primera vista, la imprenta de Gutenberg le ofrecía a la Iglesia una manera de potenciar el negocio como ninguna otra. Sin embargo, tal vez pecando de excesiva confianza en su propio valor irreductible, o por poca imaginación, la Iglesia no contempló que el monopolio de información sobre el cual celosamente dormitaban sus tres cabezas había visto sus últimos días.

Hablar de censura antes de la invención de la imprenta en Europa es inútil, pues los que producían la información y la diseminaban formaban parte de la institución censuradora. Sin embargo, con la imprenta, la expresión individual tuvo la oportunidad de expandirse desde el centro como un fuego artificial. Con gran rapidez, una diáspora de ideas singulares, multiplicadas innumerables veces en papel, tomó Europa. La herramienta que esparciría la palabra del cristianismo como fuego salvaje esparció con la misma diligencia las palabras de oposición. Fue entonces que la censura de la Iglesia despegó.

No obstante, las chispas de la expresión individual habían arrancado y encendido las mentes de la gente. Las ideas incipientes de libertad de expresión comenzaron a despertarse.

Dame la libertad de saber, de pronunciar, y de discutir libremente de acuerdo a mi conciencia, sobre todas las libertades.

John Milton, Areopagitica (1644)

Hemos ya entrado hace mucho en una nueva era. Hoy, la Internet es el culmen del sueño modernista de Gutenberg. A través de ella, el mundo ha viajado lo equivalente a varias veces veinte millones en solo cincuenta años. La Internet, además, ha abierto la puerta a la expresión masiva, y virtualmente ha dado a todo el mundo la posibilidad de hacer oír su voz del otro lado de un clic. Claro, esto nos trae a veces cosas de extremadamente poco valor, tonterías, en efecto, y presta también difusión a aquellas ideas que nos generan desagrado, pero he ahí la libertad de expresión en perfecto funcionamiento, y mi libertad en ejercicio de recibir aquello que me interesa y dejar de lado lo que no; ambas caras de la misma libertad que sería seriamente afectada si se les permitiera a algunos controlar el contenido que hoy damos por sentado como libre y vastamente disponible, como desde luego debería serlo siempre.

Imaginemos el retorno a una época en que la censura devoraba libros en los despachos de los censores y en las plazas eran devorados por las llamas. En algunos lados, desde luego, no habrá que imaginarlo. Por muchos años, en el mundo cristiano esta labor de Leviatán se la tomó voluntariamente la Iglesia Católica. Pero en el mundo hay muchas religiones y todas ellas, en mayor o menor medida, se han adjudicado la misma tutela. En efecto, este cargo ha sido siempre llenado o fuertemente respaldado por una religión u otra. Aún hoy, cuando se exigen retribuciones por opiniones expresadas y se demandan mordazas a ideas expansivas, son las religiones que están firmemente detrás—o el pensamiento religioso, dogmático y excluyente e intolerante, que estas han cultivado de manera contumaz a través de los siglos.

Christopher Hitchens resumía de manera maravillosa, y con una hermosa elocuencia, la libertad de expresión. Esta, decía, es también la libertad de escuchar. Cuando se silencia a una persona, se vuelve uno mismo presa de esta represión, pues se niega uno su propio derecho a escuchar. Y cita a John Stuart Mill en su ensayo On Liberty al decir que si toda la sociedad está en consenso sobre algo y solo un individuo discrepa, es precisamente a este individuo al que hay que escuchar con mayor atención ya que en su opinión podríamos tal vez encontrar algo valiosísimo que nos haga cambiar la nuestra.

No apruebo de lo que dices pero defenderé hasta la muerte tu derecho de decirlo.

Evelyn Beatrice Hall, sobre las convicciones de Voltaire, The Friends of Voltaire (1906)

Es esta la belleza de la libertad de expresión: el saber que estamos lo suficientemente preparados para tomar nuestras propias decisiones de qué queremos oír, leer, ver y qué no. Que alguien decida esto por mí sería terrible motivo de frustración. (Recuerdo que lo era, cuando yo era pequeño y los grandes sabían lo que era “bueno” y lo que era “malo”.) Está, pues, en las manos del individuo a qué presta oídos que lo perturba, qué opinión recibe que lo enfada, qué busca ver que lo ofende. ¡Es una falta de respeto a la propia inteligencia esconderse detrás de la pancarta que denuncia a voz en cuello que el mundo, en general, a uno lo ofende!

La verdad, dice Mill, expulsa por naturaleza a la falsedad cuando se le permite coexistir con ella. Estoy totalmente de acuerdo con Mill en este punto también y, en este sentido, sostengo que si existe razón detrás de la supresión de una idea, debe estar sin duda en coherencia con esta consigna natural. Es decir que aquella idea debe ser conocida como falsa por el supresor y, entonces, debe entenderse que será expulsada por cualquier verdad si se permite que esta sea expresada.

La palabra es esa expresión. Desde Gutenberg y su imprenta a tipos móviles, la palabra impresa nos define. Ella ha nutrido el pensamiento de hombres y mujeres que han formado nuestro mundo y cargado las ideas clandestinas que azuzaron revoluciones que nos han conquistados tantas otras libertades. Libertades que serían, como dice Hitchens, “o imposibles de imaginarse o imposibles de poner en práctica” sin la libertad fundamental de expresarse el individuo.

La posibilidad de expresar lo que uno carga en la cabeza es uno de los dones más extraordinarios que viene con el ser humano. La libertad de expresión es, entonces, una facultad natural pero, además, luego tantos siglos de negárnosla a nosotros mismos, es también uno de nuestros más grandes logros modernos.

París, 7 de enero de 2015

(Originalmente publicado en Buendiario)

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