La ciudad está en alboroto. Uno creería que los menos cuatro grados Celsius harían que el turista piense dos veces antes de abandonar el calor artificial de sus confortables si bien diminutos alojamientos parisinos pero este no es el caso. Diciembre vino y se fue como lo ha hecho durante treinta años en mi experiencia y la gente se desparramó por las calles y alguna desapareció por Navidad pero ahora el nuevo año las llama a salir como mariposas a la primavera.
Durante diciembre, ese olor a cebada tostada se esparce en las calles y, sin embargo, no es cebada que se tuesta, sino castañas. (Chestnuts roasting on an open fire, Jack Frost nipping at your nose… tal vez no nos diga nada en español.) Pareciera que a cada salida del métro y en el acceso de cada puente se planta un tipo sobre un barril recortado azuzando los carbones que sueltan ceniza blanca y ligera que se eleva y baila alrededor, dándonos un simulacro de esa nieve que la méteo nos viene prometiendo con una imprecisión que bordea lo esotérico. En conitos de papel periódico salpicado de sinogramas alguna gente se lleva del fuego unos gramos de alegría crepitante para el frío. Uno no puede evitar intentar atrapar una de estas castañas esquivas y quemarse las yemas de los dedos e intentar de nuevo sin sonreír. Un día de agosto, de picnic en les Tuileries cuando el tiempo era aún complaciente con esta clase de pasatiempos, fuimos partícipes de la temporada de éxodo masivo de las castañas. Caían de los castaños por la más ligera brisa y resonaban contra la tierra con la promesa de estar gordas de verano y preparadas para el invierno. Se podían recoger a sacos llenos. Y si uno no tenía cuidado, se podía incluso llevar una incrustada en el coco. T. recogió una cantidad importante de castañas pensando que eran unas cosas muy raras, como raros erizos de árbol, y que en virtud de ello merecían ser coleccionadas; y evidentemente cargó con ellas en los bolsillos durante largo tiempo, pues las hace ahora aparecer a intervalos y se las entrega, crudas, a uno de estos señores en las salidas del métro y los accesos de los puentes diciéndoles c’est un cadeau, es un regalo, y recibe a cambio algunas castañas rostizadas de más en su conito de papel periódico.
Sobre otra ciudad mítica escribió Truman Capote: “¿Y qué es de la Navidad sin niños, en quienes depende en gran medida el asunto? La semana pasada conocí a un hombre que concluyó una serie de observaciones diciendo: ‘Y, claro, sabe, esta es la ciudad sin niños’”. París no es de ninguna manera una ciudad sin niños. De hecho, uno podría argüir que sufre también de esa moda en la crianza moderna que asigna menos importancia a las pocas horas nocturnas de coloquio entre adultos que a la amarga alegría del perenne revoloteo infantil. Pero París no es tal vez una ciudad navideña para niños. Pues en la muchedumbre de gente quizá-navideña no hay personas que midan menos de metro y medio. No hay, pues, niños, redondos bajo sus ropajes invernales, punteados de pecas por el frío o moteados de un rosado rubicundo. No es, entonces, París una ciudad navideña, al menos no navideña en el sentido en que Hollywood, aquella ciudad sin niños de Capote, nos ha enseñado a idealizar a través de su mayor producto de exportación.
Existen ciudades navideñas de las que uno solo se permite soñar frente a una televisión un 21 de diciembre, desmigajándose por dentro de tanta anticipación. Nueva York es una de estas ciudades. Mi lista de películas clásicas navideñas es seguramente culpable de esta parcialidad. Conociendo mi edad (para el que no prestó atención: la doy en el párrafo introductorio) no es difícil suponer qué películas de esta clase consumí de niño; pero hay muchas otras, antiguas, sobre todo, que por alguna feliz razón me encontré viendo y que también me legaron una noción firme de lo que es la Navidad—o de lo que debería ser. En una buena cantidad de ellas, enguirnaldada y festoneada con una magia que uno supone producto de la alegre embriaguez del Technicolor pero que es emocionantemente constatada en la piel, Nueva York se engalana de luces y festividad suficientes para merecerse ella—en Navidad, al menos—el nombre de ville lumière.
Tal vez sea culpa de las películas o de una familia católica italiana o de una abuela galesa y Dylan Thomas y A Child’s Christmas in Wales, pero soy persona muy rigurosa en temas de diciembre y en mi mente tengo una serie de consignas estrictas de lo que es este mes y sus fiestas. Nunca he vivido un solo diciembre que las cumpliera pero algunos diciembres reúnen las que pueden. No obstante, diciembre en París está falto del más fundamental de los elementos: el espíritu.
Me inclino a creer que los celebrantes navideños parisinos no anticipan celebrar sus navidades en París. Tal vez les dejan esto a los turistas que llegan a la ciudad luz esperando hallar romanticismo invernal y, en cambio, se enfrentarán a un mes de frío sin estación. Deben ser fantasmas, entonces, quienes arrastran por las calles esos pinitos que los negocios sacaron temprano en los primero días de diciembre. Los he visto arrastrados de aquí para allá y subidos en carritos en los trenes pero he mirado por las ventanas de los edificios esperando encontrarlos en pleno alumbrado esplendor y he sido mayormente engañado. No sé dónde están estas personas que compran los árboles navideños. Tal vez no son tantas como imaginaba. Tal vez exagero y he visto uno, dos árboles arrastrados; un carrito; un tren. Lamentablemente, sé bien que muchos árboles se resecan en las tiendas antes siquiera de haber sido disfrutados. Sus acículas se vuelven flacas y quebradizas y con la más mínima brisa de las puertas que se abren en los supermercados se deshacen y desparraman por los suelos y pronto hay un muy avergonzado pino pardo parado en los escaparates, exhibiendo sus más privados piñones.
Cuando era niño, mis padres eran pródigos en obsequios. Tal vez demasiado. Pero era difícilmente su culpa, pues los negocios iban bien y yo era su primer hijo y ellos eran padres orgullosos. Mi padre me compraba trenes que corrían en carriles electrificados y que íbamos construyendo sobre la maqueta de un pueblo de montaña europea, con nieves sobre los tejados rojos de las casas y la estación, pastos verdes y arbolitos verdes y lagunas de hielo con pequeños patinadores. En la biblioteca de la escuela buscaba revistas de modelismo ferroviario y me sentaba a hojearlas bajo una gran colcha de patchwork que colgaba en una de las paredes del lugar y cuyas diferentes escenas navideñas habían sido bordadas por un grupo de madres—entre ellas: la mía. De este modo pasaba fielmente las últimas semanas de otro periodo aciago de escuela esperando la salvaguarda de las fiestas que me secuestrarían de aquel horrendo lugar. Soñaba con las maravillas en miniatura que me esperarían el 25 en la mañana y soñaba con trenes en campos europeos—aún sueño con trenes cuando necesito desaparecer.
En diciembre en París, la gente sube y baja de los trenes en estaciones bajo tierra, sobre tierra, a ras de tierra. Deambulan como uno naturalmente deambula cuando busca aquel regalo para el primo lejano del que nadie se acuerda hasta el último momento. Esto ocurre desde hace semanas. T. asegura que es la gente que anda de compras. Anda de compras tempranas, primero, porque no quieren mezclarse con los que andan de compras tardías, más tarde. Pero no logro ver los frutos de aquellas compras. No sé a qué va tanto alboroto, pues nadie aparenta estar en lo más mínimo interesado en las celebraciones decembrinas. Hay que recordar que París es un crisol de muchas religiones; de las cuales aquella tradicionalmente arrimada a un ganso o un pavo gordo y relleno y tesoros envueltos en papel de aluminio brillando en hermosos colores bajo un árbol conífero y villancicos elevándose de las calles representa, ahora, algo menos del 50 por ciento. Sin embargo, es extraño encontrarse en una nueva ciudad casi absolutamente al margen de la existencia de la Navidad y que, aun así, se encuentre en alboroto.
Tal vez el frío impulsa a la gente a moverse para no languidecer y quedarse pegada a las paredes de los edificios y a las puertas metálicas de los bancos. Hacia el final de diciembre, algunos días de un sol blanco de invierno cuyos rayos lo alcanzan a uno para recordarle esos cuatro grados negativos que queman la nariz al respirar. En los últimos días de lluvia antes de Navidad le aposté a T. que podía saltar dos gordos charcos que se encontraban cruzando una avenida. Perdí esa apuesta. Y un par de zapatos inoportunos para el mal tiempo. T. me adelantó un obsequio y me presentó un buen par de botas aptas para vérselas con cualquier tormenta de nieve. Nos prometieron nieve este sábado, este domingo, el siguiente, con esa exactitud de un reloj de juguete. La ciudad entra en un frenesí mientras todos completan sus giras como si todo fuera a acabarse un minuto luego de las 11:59 p.m. el 31 de diciembre. Pero, en cierto modo, sí, todo termina: y todo se reinicia. Un año: un nuevo año; los días de fiesta: nuevas jornadas de estudio y trabajo. Cuando era muy joven me desesperaba la idea del final de fiestas y la llegada de los últimos días de contento. Apenas entrado unos días en cualquier temporada de vacaciones recordaba la inminencia de los últimos días por venir. Poco tiempo tenía para sacarme de encima esa sensación que me impedía todo disfrute cuando, de pronto, había que volvérsela poner, pues era ya justificada.
Caminando por París en los últimos días del año, mi padre, de visita, y yo, nuevo parisino, encontramos una calle en Montmartre y su plaza que merecen el nombre de Luz, pues han cargado a cuestas todo el peso del espíritu decembrino en París. Nos vamos cansados de la pendiente y felices por sabernos poseedores de una secreta vislumbre de un pequeño París como el nuestro, abocado a las celebraciones que sabemos y añoramos—las celebraciones, también, del fin de una etapa y el comienzo de otra nueva, emocionante y aterradora. En nuestro vagón a casa, un cantante de blues de Memphis con un largo y arrastrado baby en la boca cantaba un sincopado Auld Lang Syne: Should old acquaintance be forgot, and never brought to mind? Should old acquaintance be forgot, and auld lang syne?
Al final, lamento admitir, diciembre en París es en general una cosa antitética y un considerable anticlímax. Es como un tórrido romance: muy anticipado pero muy pronto acabado y con poco que mostrar, salvo una menguada cuenta bancaria. París, la ciudad-centro del mundo moderno, festeja diciembre como una sucursal de la oficina de correos. El día después de les fêtes, París es siempre París, como lo fue y lo será invariablemente. Nunca antes había conocido una gente más ágil en restituirse a sus estados normales. Me imagino que esto es, a veces, una bendición, y en la historia europea, accidentada como ha sido, ha tenido esta pequeña ciudad muchas ocasiones de sacarle provecho. Son tal vez esta clase de experiencias profundamente fijadas en el inconsciente colectivo que hacen de los parisinos una gente estoica y, a veces, indiferente. En cualquier caso, las fiestas han terminado y se recogen los platos y los vasos y todo el mundo se va a casa y mañana es temprano en la oficina y la estación de métro y en la fila de la prefectura y de la seguridad social.
París, diciembre de 2014
(Originalmente publicado en Buendiario)
0