Si uno camina lo suficiente en Siena es imposible no pisarse los pasos, arrimarse a los mismos lugares y encontrarse con la misma gente. Tres días bastarán. Dos, para el caminante—como yo—de trancadas largas. Como en la Italia genérica, en Siena las calles se montan unas sobre otras y las casas se montan también y buscan la cumbre de las colinas; las que la alcanzan son frecuentemente ascendidas a iglesias o plazas y mejoradas y la gente acude a ellas para rezar o para comer fiambres mientras el sol se acuesta sobre la Toscana. En balde querrá el turista eventual seguir los letreros diseminados, enmarcando el comienzo de callejuelas y apuntando para todo lado en encrucijadas. Una vía se hunde en los cabrios que cabriolan en el gigantesco sumidero de la Piazza del Campo y rompe airosa del otro lado, aunque menguada en un vicolo, y sube nuevamente a buscar otra colina. Si uno es de esos que no deja callejón sin andar, no podrá evitar encontrar en la cresta de una hermosa calle que rueda cuesta abajo la casa y ahora santuario de Santa Catalina de Siena.
T. y yo llegamos en el segundo día luego de una merienda de pan toscano y fiambres en el Consorzio Agrario. (El pan toscano, de por sí, es merecedor de un ensayo propio—¡ni qué decir de lo otro!) Habíamos subido desde la Piazza y por las callejas más empinadas, que son las más hermosas, y el descanso que ofrecía sobre él esa suerte de peristilo recortado que inaugura el santuario era un verdadero aliciente para detenerse y visitar el interior de este. T. dijo que no debíamos, pues en la entrada un cartel decía “Silenzio: luogo di preghiera”. [Silencio: lugar de oración.] Pero yo le expliqué que las puertas estaban abiertas evidentemente a los visitantes. (Ahora que lo pienso, en una semana de cruzarnos y recruzarnos en Siena nunca vimos una sola monjita extraviada jadeando por las pendientes.) Le prometí a T. que no intentaría tomar fotos adentro y mantuve mi promesa; pero nada me impedía hacer recuerdos y a repetirlos aquí me propongo.
Se oía una lenta letanía proveniente de algún recoveco. Era tan sostenida que bien podría haber sido una grabación para el provecho de los visitantes. Lo intrincado del camino hacia el lugar era sin duda la razón por la cual no había un solo turista con camisa hawaiana. Nosotros mismos habíamos llegado sin querelo y, salvo una pareja de alemanes ancianos, estábamos solos en nuestra calidad de visitantes de la casa. De inmediato, una serie de arcadas se abría sobre una terraza que daba a la pendiente y se ofrecía a una hermosa perspectiva de la Basilica di San Domenico, llamada Cateriniana, al final de la grieta formada entre hileras de casas tan disímiles como podrían serlo dos casas en lados opuestos del planeta.
No en todo sentido, pero sí en lo fundamental, Italia es un lugar pausado en el tiempo, con esa pausa que toma por sorpresa a los objetos en las vidrieras de un museo; con esa pausa, Italia es un museo hermoso del que Siena es uno de los más inmóviles zaguanes.
Yo no estoy muy al corriente con mi hagiografía, debo ser sincero. Lo que me interesa de los santos son los elementos más anecdóticos que a todos interesan cuando leen sobre ellos o los ven representados. En el caso de Santa Catalina de Siena son precisamente estos elementos de su canon que se encuentran glorificados en los muros de lo que fue la cocina, el huerto y la celda de la misma Caterina Benincasa en la casa familiar. Aquí los comentaré, aunque muy sumariamente, pero uno verdaderamente necesita estar ahí, en el pequeño recinto desde donde la terciaria manejaba sus asuntos entre ayunos y mortificaciones y que parece amenazar con encogerse al tamaño de un relicario de fósforos santos mientras uno camina de un lado al otro, para poder siquiera comenzar a definirla. En las paredes hay frescos y en ellos se suceden escenas que resumen la vida de la santa—para el deleite del que lee, aquí los describo, grosso modo: Catalina, la niña, flota como un pañuelo sobre las escaleras de la casa; Catalina, la adolescente, se dispone a darle fin a su hermosa cabellera rubia que fluye, una lástima: su cara es de resignación (un fraile dominicano que la observa perece ofrecerle consejos de estilo); Catalina, la mujer, en sus desposorios místicos con Jesucristo, tomando de la mano del hijo de Dios el anillo ofrecido, que no es otra cosa que su santificado prepucio.
He aquí el primer dedo de santa que nos interesa. El dedo que en un acto simbólico fue atado no solo a la espiritualidad de Cristo, sino, y sobre todo, a su corporeidad, es decir, a su humanidad por medio de aquella, la sola parte de él que escapa al monopolio cristiano y a la desmaterialización y ascensión que este propone; el solo fragmento del cuerpo de Cristo que, entonces, pudo haber permanecido en la Tierra: una pulgada de piel disecada muy parecida al nudo de un salame pero que mucha gente se ha disputado y venerado.
El segundo dedo que nos compete vino en breve, pues ya que habíamos llegado hasta allí bien valdría la pena seguir a la basílica que llamaban Cateriniana donde, le dijeron a T., se podía venerar la cabeza de la santa. La Cabeza de la santa: uno se imagina un rostro glorioso y sempiterno, conservado inmaculado por la gracia divina, irradiando una paz rosada a pesar de su condición truculenta de cabeza cercenada; uno imagina mal. Desdentada y rechupada como un higo seco, la cabeza de Catalina sonríe una sonrisa coagulada y de ojos cerrados. Una suerte de paz es tal vez, y con empeño, concebible pero de inmediato esta ilusión se quiebra de la misma manera como la boca abierta quiebra la reliquia y le abre un agujero negro del cual es muy difícil escapar la mirada. T. me dijo que parecía reírse de algo y fingió una suerte de risa pudorosa, de esas que producen los chistes de pequeño escándalo dominical y que son de inmediato seguidas por la mano en la boca, y vi a qué se refería. Pero una pena, le dije, que la mano de la santa hubiera quedado muy lejos, en Roma, según el cartelito, pues el efecto hubiera sido, entonces, completo. T. levantó el dedo y apuntó hacia un lado de la cabeza disecada, “¡Mira, es el pulgar de la santa!”. Tan apergaminado como desde luego habría estado el prepucio de Cristo cuando Catalina lo llevaba orgullosamente en la mano, ahí estaba, sin embargo, el pulgar de la santa, es decir, otro remanente divino en forma corpórea.
La historia de cómo regresan solo la cabeza y un dedo de la santa a su ciudad natal es una interesante y que vale la pena averiguar pero que, para no agotar al lector, aquí no incluiré; el lector—como yo—obsesivo sabrá contársela a sí mismo mejor que yo. Lo que me interesa es la manera en que estos rejuntes de partículas tan poco divinas de oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno… son, sin embargo, receptáculos de la fe y el fervor religiosos de la masa.
Los apéndices seccionados de los santos no son cosa rara. Yo, que no soy un hombre religioso y ciertamente no me inclino a la peregrinación católica, disfruto, sin embargo, de una buena iglesia medieval y renacentista y he visitado varias en varios lugares y he visto al menos media docena de cabezas en putrefacción. Dos de ellas residen en mi ciudad natal de Lima, a espaldas de la mayoría de la población: la de San Martín de Porres y la de Santa Rosa de Lima, de quien nos encargaremos en seguida.
Hay muchas cabezas de santos rondando por ahí pero una cabeza es un objeto muy cotidiano. Todos los santos tuvieron cabeza y todos los santos tuvieron manos que acababan en falanges, es cierto, pero estas segundas, las manos y las falanges, son, para mí, más íntimas—más humanas; como lo es, sin duda, el prepucio de un hombre judío que vivió hace dos siglos. Las cabezas de los santos podrán haber sido destinadas a ser percheros de luz divina y vehículos de la oración, pero las manos de los santos, como las manos de cualquier hijo de vecino, cuando no estaban atadas en rezo, fueron ocupadas con las mismas tareas tan poco divinas que ocupan estas manos cuando no hacen tactactac sobre una máquina, o las suyas, del otro lado, que ahora mueven un aparatito tan divino como el pericote de San Martín (aquí hay otra historia divertida que, si no la conocen ya, valdría la pena averiguarla). Es posible que como escritor sea más susceptible a la vida individual de las manos, desde luego por ser ellas el instrumento a través del cual me vacío de la necesidad de satisfacción; o sencillamente porque son los “órgano[s] de lo posible” y “esa máquina prodigiosa que ensambla la sensibilidad más sutil con las fuerzas más desatadas” (Valéry. “Discours aux chirurgiens.” Œuvres. París: Gallimard. t.1., p.918-919).
Se preguntarán qué importancia tiene todo esto: ninguna. Es de esas cosas que a uno se le ocurren. La hagiografía no me apasiona per se. Son, en vez, estas pequeñas rarezas de la humanidad que me atrapan y que, luego, esas pequeñas obsesiones desvían mi mirada y mis pensamientos y aquí me tienen. Pero comprendo que no soy la norma. Entonces, para que no se vayan sintiéndose robados de un clímax por un discurso disperso, aquí les dejo otro mendrugo de cohesión para completar la trinidad———
Mencionábamos la cabeza de Santa Rosa de Lima, patrona de mi ciudad, el Perú, el Nuevo Mundo y las Filipinas. Esta santa tuvo, en vida, un cuerpo que iba con esa cabeza y se asegura, además, que le iba muy bien, pues se dice que Rosa era una mujer de una belleza singular, de facciones finas y transparentes, como solo pueden portar con elegancia las mujeres de largos cabellos negros como piedras muy negras. Los que sí están al corriente de la hagiografía aseguran que Rosa fue una devota émula de nuestra Santa Catalina de Siena; tanto, que las mortificaciones de esta—y en mortificarse era sobresaliente—fueron, sin embargo, superadas por las practicadas por aquella. Los cilicios, las coronas de espinas, las hambrunas: mediando entre ellas unos 300 años, ambas historias podrían considerarse como dos calcos. Y como es una por otra, he aquí nuestro tercer y último dedo de santa.
A la Corona española en el 1600 le urgía hacer alarde de su exitosa labor evangelizadora en las Indias; esa labor fue, después de todo, la excusa que dieron para emprender una conquista de las gentes que en las Indias vivían. Por este motivo, Isabel Flores de Oliva resultó presurosamente canonizada como Santa Rosa de Lima y, así, se convirtió en la primera santa de América. Pero lo cierto es que, a su muerte, Rosa de Santa María, como se hacía llamar, ya era para el pueblo limeño lo que cincuenta años más tarde sería para el resto del mundo. Lima, la Ciudad de los Reyes, era a la sazón una gran metrópolis de 25 mil habitantes. Los 25 mil limeños seguramente no se lanzaron a las calles detrás del cadáver itinerante pero es muy probable que una gran mayoría lo hiciera y, entonces, el entierro de Rosa fue un evento equiparable, en términos modernos, a un concierto gratuito de los Rolling Stones. La pobre mujer no tuvo tiempo de enfriarse y la gente, con la oligofrenia de circunstancias, intentaba arrancarle lo que pudiera. El rosario, una cruz, rasgaduras de su hábito, mechones de cabello, flores de su corona, cualquier cosa haría una excelente reliquia. Aparentemente, el cadáver tuvo que ser en vestido en nuevos hábitos seis veces, pues cinco fue despojado de toda vestidura. Cosa muy poco cortés, habría que acordar, pues está bien que se trate solamente del cuerpo, ese vehículo incómodo y pesante del que ningún santo se deshizo tan apasionadamente como Rosa, pero también era el cuerpo de una joven mujer en el virreinato peruano, y una joven mujer hermosa en el virreinato peruano, que incluso en muerte aparentaba dormida, aseguran, y cuyas mejillas rosadas, que de niña le ganaron el nombre con el que sería canonizada, permanecían encendidas como dos ascuas. Para muestra, un botón. Pero he aquí que llego al paroxismo del asunto, pues ningún improperio es tal vez tan escandaloso y tampoco tan divertido como el que vino de parte del pinchaúvas que llegó, se dice, inmediatamente detrás del arzobispo de Lima. Este, habiendo acabado de hincarse junto al cuerpo para besar las manos de la santa en potencia, regresaba a su lugar en la fila cuando aquel pío, imitando al primero, apuntó hacia los pies, se hincó a su vez con el entendido propósito de besarlos y de buen mordisco le arrancó a Rosa un dedo. (Mujica Puntilla, Ramón. Rosa limensis. México: Fondo de Cultura Económica. p.209-260)
Siena, diciembre de 2014
(Originalmente publicado en Buendiario)
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