No recuerdo un solo invierno en que no escuche a alguien contarme cómo “¡cada año se pone más frío que el anterior!” Viajando en el métro soy espectador inmensamente entretenido por la cantidad de maneras como la gente escapa o se da la ilusión de escapar del frío que con cada añada supuestamente cae con mayor peso sobre las ciudades en que uno envejece.
Tal vez en esto último halle el lector la razón sobre la cual gravita el tema. Nos volvemos toda vez más viejos y achacosos y quejosos y tendientes al refunfuño, hasta que un día caminamos al supermercado, solos y discutiendo, para comprar un producto enlatado que luego no podremos abrir porque “¡ya no hacen los abrelatas como solían hacerlos!”
Confieso ser de los que siente que cada nuevo invierno es más frío.
Más o menos alrededor de la misma época se me amoratan todos los dedos que poseo; dejo de sentir las manos y mis articulaciones crepitan y crujen cuando intento—como ahora—exprimirlas de algunas palabras sensatas. Pero al menos quiero creer que me lo tomo con gracia y elegancia.
Como ejemplo de lo contrario: algunos personajes de invierno que van montando al métro mientras charlamos de estos asuntos. A saber, el tipo sentado frente a mí. Algunos tocados deberían ser absolutamente evitados. Puede que sirvan un propósito, como esa gorra de la que cuelgan dos orejas de oso para cubrir las propias, pero son claramente desagradables y, entonces, penosos para todos y en especial para el que va debajo, pues parecen confirmar que el portador es tan apasionante como un plato de lentejas. En efecto, el tipo que lleva la gorra encima tiene cara de aceptarla con resignación bajo el yugo del frío. Y la mujer de ojos bellos (de ese color verde cuero que se pierde en un rostro a menos que la piel sea verdaderamente blanca hasta la transparencia). Tirita dentro de su vestido negro que apenas la toca. Para ella el invierno es una prueba más a su juventud de tránsito. A muchos de cierta edad el invierno nos coge por este costado. Nos pone a correr detrás del orgullo y delante de la muerte. Sobre todo corren las mujeres de ojos bellos y que han de tiritar bastante hasta que mengue irremediablemente su temporada. O aquel, el hombre que esconde infructuosamente una botella en los pliegues de su sobretodo. La hace aparecer a intervalos regulares para calentarse las entrañas. El mecanismo se repite hasta que un grupo de niños pequeños de escuela—ahogados en el frío dentro de chalecos salvavidas de los colores más improbables—irrumpe a chillidos en el vagón, seguidos por su joven profesor con cara de tormento y el pelambre al estilo rastafari y unas botas de hule negro para la nieve. El hombre con la mal disimulada botella la oculta definitivamente. Luego, se baja en la estación siguiente.
La gente del métro es la representación del individuo en tránsito como la gente de los cafés parisinos es la representación de la colectividad transitoria. En los cafés, esos invernaderos de cháchara, los parisinos vierten un pesimismo regular interrumpido solo por los rítmicos sorbos de un café increíblemente parecido—en aspecto y en sabor—al alquitrán. A menudo me encuentro involucrado en sus conversaciones sin quererlo. Mis oídos me llevan a la mesa de la que acaban de vociferar alguna invectiva del gobierno colectivo de Europa. Los cafés parisinos no son diferentes a los cafés del resto del mundo. Podrá cambiar la calidad de la bebida pero se replican las mismas personas con diferentes abrigos y las mismas conversaciones con diferente convicción.
Nadie parece ser muy feliz en el invierno. Ni en el silencio celoso del métro ni en la algarabía de los cafés. Pero en el verano también hay excusas para acudir a uno con caras largas y, a otro, a refunfuñar juntos. Se suele esparcir el rumor de que en las tierras tropicales del eterno carnaval la gente conoce más fácilmente la felicidad. Pero esto no es cierto. Vivimos en una era de un invierno interno que poco tiene que ver con el clima y mucho, con el destino que el ser humano ha colectivamente trazado para su vida individual. Estamos en tránsito hacia ese Algún-lugar donde vamos y desde ese Algún-otro-lugar de donde vinimos. Y, mientras tanto, nos sentamos en un vagón, atormentados y orejas de oso y tiritando y botellas en el sobretodo porque hace mucho frío en el camino.
Ah, pero he aquí que monta un ejemplar invernal extraordinario. Se presenta como Pepito. “Bonjour, m’sieurs-dames! C’est Pe-pi-to!” Lo hace en el francés staccato e hiante que guarda un pie en el castellano. De inmediato toca una escala cromática en su acordeón Hohner Tango II, rojo butaca, y, así, entra con impaciencia en la ejecución del popurrí tanguero que verá atados “El choclo”, “Cobrate y dame el vuelto” y “Volver” con hilos muy gruesos. La sonrisa de Pepito tiene la impasibilidad de un molusco sobre una piedra, al punto que aparenta un remilgo inquietante. ¡Pero qué expresión! Esa expresión profunda como un charco de agua desbarata el molusco y se expande libre de intención; libre, en efecto, de todo. Me conmueve profundamente la autenticidad de este hombre que no asegura ser otra cosa que Pe-pi-to.
Pepito repite su popurrí en un vagón y, luego, otro. Se incorpora a la línea 6 y su momentáneo cargamento de gentes protegidas del frío hasta los dientes. Él lleva puestos el Hohner, un jersey de primavera y esa cara que acaba en sonrisa. Llega al final de la línea y, en el tren de retorno, ella lo devuelve al principio. Pepito es una criatura inconsciente del frío que a nosotros nos asedia y trepa dentro de nuestros cuerpos. Mientras nos apretamos los cuellos del sobretodo, él repite su popurrí. Toca el acordeón como enfrenta el invierno: sin pretensiones, sin programas, sin la más mínima idea de nada. Sus tangos son impulsivos y abiertos como su francés. Son tangos de invierno que recorren las escalas de un extremo al otro con la intención de calentarse los dedos.
No me cabe duda de que estas cosas tienen un tintineo sentimental. Un tufillo a tango de tren. Sin embargo, no puedo evitar pensar que Pepito es un hombre verdaderamente feliz.
París, noviembre de 2014
(Originalmente publicado en Buendiario)
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