ROMEO: ¿No tienen los santos labios y también los palmeros?
JULIETA: Sí, peregrino, labios que han de usar en oración.
ROMEO: Ah, dulce santa, permite entonces que labios hagan lo que las manos hacen; / Ellas oran, concédeselo, y que la fe no se torne en desesperanza.
JULIETA: Los santos no se mueven, aunque conceden por el bien de las plegarias.
ROMEO: Entonces no te muevas, mientras tomo el efecto de mi plegaria. / Y así de mis labios, por gracia de los tuyos, se expurga mi pecado.
Romeo and Juliet, Soneto, Acto I, Escena V (caprichosa traducción mía)
Son algunas de las palabras más perfecta y hermosamente unidas en la historia de la humanidad. Como estas hay más, claro, y todas herencia de un salto evolutivo que nos distanció a nosotros, el ser humano, el orgulloso Homo sapiens, el hombre sa——, en fin, que nos separó de nuestros coinquilinos en el reino animal. ¿Qué distancia a tan hermosas vocalizaciones exhibidas sobre el escenario de ese sostenido ¡Ouh ouh ouh! ¡Ah! ¡Ah! ¡Hrrr! ¡Hrrruhm! lanzado desde un árbol?
En mi traducción de Shakespeare y así también, lamentablemente, en cualquiera se pierden muchas sutilezas que el texto en inglés nos ofrece; sin embargo, la belleza de las palabras que construyen la escena está claramente muy distante de las vocalizaciones poco flexibles de otros primates. Al cabo, y a pesar de lo que alguna gente sostendrá, todo apunta a que nosotros también somos animales y, sin embargo, cuando un imberbe Leonardo DiCaprio sugiere que, bueno, si las palmas se juntan en plegaria por qué no también los labios, los nuestros, por ejemplo, los de una santa y un peregrino, digo, es un decir… comprendemos que estamos muy lejos de las selvas y sabanas que oyeron nuestro último aullido y nuestro primer, “Se dice: man… za… na”. En efecto, para muchos teóricos evolutivos es esta la clave de nuestro vertiginoso distanciamiento del resto de los animales: el lenguaje.
Desde hace tan atrás como el 1500 y en adelante hemos hecho todo intento por descubrir aquella elusiva criatura no-humana que comparta con nosotros esta habilidad sui generis. Y no hemos tenido gran éxito. Sabe Dios que hemos intentado. Recientemente hemos intentado con bonobos, chimpancés, gorilas y delfines pero antes ya habíamos querido charlar con caballos, perros, gatos, osos, loros, mangostas, etcétera, etcétera. Ha habido actos fantásticos y bien dignos de un par de monedas pero ninguna maravilla de la ciencia. Hubo un cerdo, sin embargo, que llegó muy lejos. Permítanme hablarles de él. Toby, el Cerdo Sapiente. Que a comienzos del 1800 era “la Más Grande Curiosidad del Presente”. Utilizando una serie de tarjetas con letras y números, este cerdo deletrearía, leería, sumaría y restaría, jugaría naipes, diría la hora sin errar un minuto y la edad de cualquiera sin errar un mes, y, lo más extraordinario, descubriría los pensamientos de la concurrencia, todo por un chelín. Con el empeño del Industrialismo Toby rápidamente se multiplicó en una pluralidad de cerdos sapientes llamados Toby que invadió Europa y Norteamérica. Este acto, podemos imaginarlo, era tan perturbadoramente cautivante como para muchos lo es Miley Cyrus. Lamentablemente, querido lector, no obstante todo el poder telepático de deletreo cronometrador que tenga un adorable cerdito, incluso en ello no podemos permitirnos hablar de lenguaje—en esto, al menos, Miley lleva la ventaja sobre Toby.
La comunicación es común a todo ser que habita en sociedad. Pero cuando hablamos de lenguaje formal hablamos de un sistema de comunicación complejo que involucra no solo sonidos expectorados y representaciones corporales o incluso—si fuera el caso—la capacidad de elegir motu proprio signos que representen objetos o ideas, sino además, y fundamentalmente, sintaxis y semántica. Es fácil suponer que ha sido el lenguaje lo que nos ha separado a los humanos del resto de animales. Es sobre todo al lenguaje a lo que nos referimos cuando hablamos de civilización. Una civilización por definición debe poder pensar en términos de sí misma en función a otras y medirse frente a no-civilizaciones que la rodean en virtud de sus ideas, su ciencia, su arte, y debe poder establecer para ella una historia y calcular y planificar un futuro. ¿Cómo lograr todo esto sin el lenguaje?
Es notable que hace solo 50,000 años estábamos a lo mucho exhalando interjecciones y hoy, doble-moca-latte-descremados. Y hablando de tomar café llegamos elegantemente al quid del asunto, pues todo este lío se trata de la dicotomía discordante de tragar versus hablar. La teoría evolutiva del momento aceptada es que el tracto vocal del ser humano evolucionó para el habla. La lengua se extendió hacia abajo en la garganta y jaló la laringe con ella. El humano acabó estirando la garganta para hacerle lugar a tan complicada maquinaria del habla pero, al mismo tiempo, adquirió una importante desventaja evolutiva. Muchos animales tienen laringes y una buena cantidad de mamíferos tiene la capacidad de producir sonidos definibles a través de ellas pero no todos pueden alardear una propensión a atragantarse con su comida. Nosotros, sí.
Fue esta la razón de escribir un ensayo al respecto. Claramente no anduve mortificándome por lo fácil que es morir atragantado por culpa de la capacidad del habla, sino me detuve a contemplar la hermosa idea de que el lenguaje fuera tan importante para el futuro del hombre que el riesgo de morir atragantados con un sándwich de atún quedaría superado por el terrible prospecto de nunca conocer a Shakespeare, Homero, Cervantes, García Lorca, Joyce. ¿Pues ciertamente qué sería del lenguaje escrito si no hubiera primero lenguaje oral?
Está claro que este sacrificio nunca fue uno consciente. Si partiendo del valor que la sociedad moderna le otorga al lenguaje tuviera yo que adivinar cuál sería una decisión consciente si nos fuera otorgada hoy, bueno, digamos que habría menos atragantados. Pero la verdad es que lo hecho, hecho está, y alegremente para la delicia de algunos. Mientras la mayoría de mamíferos puede aún conectar el velo o paladar suave a la laringe y, así, mantiene la capacidad de respirar por la nariz y tragar comida a la vez, el ser humano, no. Una vez interrumpida dicha conexión el riesgo de atragantarse se determinó pero así también el futuro del lenguaje. Pagado dicho precio evolutivo, la decisión estaba tomada—por decirlo de algún modo—: no quedaba otra que seguir evolucionando la laringe hacia la configuración óptima para producir ese gran rango de vocalizaciones sutilmente variantes en tono y en dinámica que ahora conforma nuestro paladar de sonidos y que orgullosamente detentamos y ponemos al servicio del arte y de la belleza en algunas ocasiones aún.
Según logro entender, nuestro obsequio del lenguaje hablado es reducible a los siguientes factores fundamentales: (a) una lengua redonda capaz de jugar en la boca a sus anchas, (b) una laringe descendida y un velo alzado que permiten dicho jugueteo, (c) una boca más pequeña, (d) labios capaces de los movimientos más sutiles, (e) un ángulo de 90° entre la boca y la faringe, (f) una garganta alargada, (g) pulmones que nos permiten controlar el flujo de aire (resulta que los simios no pueden contener la respiración, ¿no es eso notable?) y, finalmente, (h) un hermoso cerebro evolucionado hasta la capacidad de procesar y producir sintaxis. Como vemos, no se trata solamente de una laringe descendida y el peligro de atragantarse. De modo que he exagerado un poco para fines de sostener una tesis interesante. Pero no demasiado. Está claro que otros animales pueden atragantarse pero nunca con tanta facilidad y pocas veces con los resultados nefastos que, sin embargo, son muy comunes en el hombre. Y está claro que otros procesos y no solo un cambio anatómico actúan sobre nuestra capacidad de lenguaje y que, por ende, son también estos los que nos separan del resto de animales pero resulta natural asumir que todo debió comenzar en algo y que fue, entonces, tal vez al momento en que la laringe comenzó a descender que se produjeron aquellos sonidos iniciales que se alejaban de los gruñidos, jadeos, resuellos y expectoraciones de ¡Ouhs! y de ¡Ahs! No obstante, hay quienes creen que la evolución anatómica sucedió al habla y eso nos lleva ya a otra serie distinta de conjeturas.
Por cierto, como en todo existen diversas vertientes en lo que respecta teoría evolutiva del habla y del aparato vocal. Aquí expongo una de ellas. La que a mí me llamó la atención. La que a mí más me gusta y me parece bella. Desde luego, mi posición es una de absoluta subjetividad. Como escritor, me hago del lenguaje para hacer de las mías. Pero, además, para bien o para mal, soy un obsesivo del lenguaje, y esta teoría me cabe muy bien. Desde que la oí he fastidiado a todo el que me oyera, “¿No les parece hermosa la idea!”, y la verdad es que a muy pocos les parece hermosa—pero ahí la tienen.
Podremos debatir que diez centímetros más o menos de garganta son la diferencia entre Shakespeare y un almuerzo despreocupado pero lo innegable es que el lenguaje marca una distancia hasta hoy infranqueable entre nosotros y el resto de la Creación. El lenguaje es el caballo de batalla del hombre. Es el orgullo cavernario de un animal que tal vez ya entonces intuía la brecha que se abría entre él y el resto. El lenguaje nos forja y sostiene como individuos. Nos permite pensar y expresarnos en términos de yo y de tú. Nos otorga la alteridad. Empatizar y colaborar. Construir y crear. El lenguaje nos da el pasado y el futuro: el lenguaje nos define.
París, noviembre de 2014
(Originalmente publicado en Buendiario)
Bibliografía:
Boer, Bart. “Modelling Vocal Anatomy’s Significant Effect on Speech.” Journal of Evolutionary Psychology, 2010: 351-66.
Davidson, John, y Stephen Fry. Planet Word. Londres: Penguin, 2011.
Fry’s Planet World. Dir. John Davidson. Esc. Stephen Fry. Londres: BBC Two, 2011.
Ghazanfar, Asif A., y Drew Rendall. “Evolution Of Human Vocal Production.” Current Biology,vol. 18, no.11: R457-460.
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